Ahora resulta que lo de ser político es cuestión de castas. Se veía venir. En realidad se sabía, aunque éstos (los políticos) lo negaban, en un intento de dar un barniz democrático al asunto y no parecer que estaban (repito: ellos, los políticos) a favor de pertenecer a una élite más o menos glamurosa, elevada sobre el común de los mortales, llámense ciudadanos de a pie que pagan con más o menos ganas unos impuestos que, paradójicamente, sostienen y alimentan a esa casta. ¿Que no todos (los políticos) creen pertenecer a la susodicha casta? ¿Que no todos usan y abusan de privilegios por ellos mismos concedidos, redactados y puestos en ley? Pues sí, supongo, claro que sí. Pero es sospechoso, al menos, escuchar constantemente aquello de "no todos somos iguales", "no todos prevaricamos, ni abusamos, ni medramos". Claro. Pero lo de la casta... Escuchar a líderes aparentemente socialistas decir ciertas cosas, te ponen los pelos como escarpias. Y no hacen sino sincerarse por una vez, quizá llevados por un inoportuno lapsus linguae.
La casta política, como la regia, como la noble, como la casta de banqueros, notarios o fiscales está ahí porque sí, por designación cuasi divina, porque está imbuida de "afán de servicio" y porque por sus venas corre sangre, sino azul, sí azulina y, desde luego, con un Rh especial que la hace única, pero transferible entre iguales (primus inter pares). Nadie que no pertenezca a esa casta podrá hacer bien política ¡faltaría más! Nadie que no haya recibido los genes clasistas podrá ser líder, podrá ostentar el aura sagrada entregada por la polis para representar, amparar y proteger al ciudadano... o casi.
Ahora, cuando aparecen políticos que no son de casta, un estremecimiento recorre las filas de la antigua guardia. Ven aparecer, como los romanos en otro tiempo, bárbaros en lontananza; bárbaros llenos de ideas nuevas; bárbaros con ganas de hacer cosas que nos arranquen del lodazal en los que algunos políticos de casta nos han metido; bárbaros que hasta pueden llevar razón en sus planteamientos; bárbaros con sangre roja que bulle alentada por el afán de la gente indignada, cuando no ignorada y despreciada; bárbaros que pueden, en fin, hacer temblar los cimientos de los butacones afelpados en los que se maceran los sagrados culos de los políticos de casta vieja que estuvieron, están y... ¿estarán?
"Cosas veredes, Sancho", dice la frase falsamente atribuida a Cervantes. Cosas, sí, veremos y verán. Y conviene tener los ojos muy, pero que muy abiertos.
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