Cuando Franco murió dejó dicho aquello de que "todo estaba atado y bien atado". Esa frase, que parecía ser una boutade, llevaba mucha carga de profundidad; efectivamente la cosa quedó atada y bien atada, por más que la llegada de la democracia diera un barniz delgado de olvido momentáneo.
La sombra de Franco sigue siendo alargada; la sombra de la guerra lo fue y lo sigue siendo, aunque nos pese... sólo hay que rascar un poco para ver lo que esconde aquel barniz aplicado con brocha gorda.
Ya sé que hay algunas generaciones que no saben quién fue Franco, ni lo que pasó en este país en el 36; sé que la historia no se enseña bien en las escuelas y que se hace broma muchas veces con el ideario fascista y su parafernalia; parafernalia que empieza otra vez a cobrar fuerza, resultado de una crisis económica, de una crisis ideológica, de una crisis educativa (cosa, por cierto, que también sucede en toda Europa).
El olvido tiende un manto suave sobre las guerras y los sufrimientos, y los desgarros pasan a ser simples anécdotas que se ven como si fueran películas bélicas o vídeo juegos: cosa antigua, un fósil como la guerra de Troya o la batalla de Lepanto.
Ahora, hace pocos días, en Callosa del Segura (Alicante), se ha vuelto a repetir la historia; una historia que parecía desaparecida hace tiempo: el odio de las dos Españas, la sombra del dictador otra vez rozando la memoria y las vidas de la gente.
No hay muchos países que guarden monumentos de sus dictadores y que sean capaces de mantener su carga letal viva, como minas sin desactivar. La cruz de Callosa del Segura, símbolo de los "caídos por Dios y por España" (de una parte de España; de un Dios que bendice los fusiles del paredón de fusilamiento) enfrenta al pueblo otra vez, como si el tiempo no hubiera pasado, como si aquí no hubiera pasado nada, como si los camisas azules siguieran campando por calles y plazas con el yugo y las flechas dispuestas a ser lanzadas contra quienes no son como ellos. Hay quien dice que esa cruz es sólo eso: una cruz, un símbolo religioso. Falso. Bajo el mármol horrible de esa cruz se esconde un tiempo de represión; un tiempo que hizo de la religión un arma en un Régimen dictatorial y de Dios, un aliado, un colega que permitía desfilar bajo palio a un generalísimo de todos los ejércitos.
España en blanco y negro, aún. Pero aquí no se olvida, por mucho que lo digamos, no se olvida. La guerra dejó cicatrices muy profundas; cicatrices que aún sangran, que han cerrado muchas veces en falso y pueden gangrenarse. Ya huelen muchas a podrido.
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