Hay días en que uno se levanta con un peso allí, en no se sabe dónde, en algún lugar entre el estómago y el corazón; o en algún lugar dentro del estómago; o en algún lugar dentro del corazón. No sé: un peso enorme, metafísico más que físico; una piedra etérea, como un agujero negro; una piedra-agujero tridimensional, pero no sé si hacia dentro o hacia afuera; pero no sé si arrojada o recogida; pero no sé si generada por mí, como un cálculo biliar o si generada por elementos exógenos.
No sé cómo pesar este peso. No sé qué balanza usar, qué fulcro, ni qué sistema de pesos y medidas, ni que metro de platino iridiado, ni qué sistema métrico (si es que hay algún sistema que mida pesos metafísicos, pesos interiores, pesos dados por los dioses plurales o por un Dios singular¡quién sabe!)
Hay días en que uno no está para nada, porque le pesa esta cosa que llamamos vida, porque no cree en nada, porque se le ha olvidado la palabra esperanza en el alero del sueño... ¡qué sé yo!
Hay días que no tienen aroma.
Menos mal que aún nos queda la poesía y unas manos, aunque lejanas, ciertas.
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