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lunes, 24 de julio de 2017

MAL DE PIEDRA

Estoy en plena crisis de litiasis; a saber: el antes llamado "mal de piedra". Que tengo una piedra en el uréter, vaya. Esto dicho así, suena fatal, como todo lo que pueda sonar a hospital, anatomía patológica o enfermedad; tiene, además, un algo de mal inconfesable, como lo tiene todo lo relacionado con el aparato genitourinario (cosas de nuestra educación judeocristiana). No sé cómo se formó la tal piedra, pero si sé que se mueve dejando un rastro de dolor en su descenso hacia el inframundo de las tuberías y los desagües, hacia el Hades de la red municipal de alcantarillado.
Cada vez que me toca acudir a la micción lo hago con dos sentimientos encontrados: temor por el más que posible dolor y esperanza, pues visualizo la puñetera piedra descendiendo y veo más cercano el fin del citado dolor. Así la cosa, es el dolor quien me recuerda que el fin del calvario llegará y que cada nuevo episodio doloroso no es sino un aviso de la proximidad del alivio. Se une esperanza y dolor y deseo el dolor, no porque sea masoca, sino porque él me dice que el  mal se mueve hacia la desembocadura, como parto de alien pequeño, pero matón.
Todos llevamos residuos dentro, pequeños trozos de piedras que nos martirizan; pequeños posos que se van formando como aluvión de tantas y tantas cosas que nos tragamos (ruedas de molino muchas de ellas), que no digerimos y quedan ahí, formando sedimentos duros que cuesta disolver, aun recurriendo a fármacos que creemos los puedan neutralizar, como si el tiempo no fuera (y a veces no lo es) suficiente.
"El mal de piedra", término que me gusta y resulta poético como metáfora casi surrealista, se ha instalado en mí y es inquilino molesto, secreto, oculto, no deseado y pasivo: él no hace nada por hacer el mal; solo se deja arrastrar por la gravedad y el torbellino de orina, recordándome lo frágiles que somos, lo poquita cosa: basta una piedrecita de nada para que nuestro humor cambie; nuestro humor y nuestra prioridad: ahora nada importa tanto como acabar con la indeseada excrecencia calcárea, como acabar con ese dolor que nos incapacita; lo demás poco importa (si es que importa algo). 
Llevo un dolor dentro, que llega desde las entrañas, y que me recuerda que estoy vivo. Porque se nos dio la vida y el dolor de un solo trazo.

viernes, 2 de enero de 2015

EMPEZAR EL AÑO CON SHAKESPEARE (POR EJEMPLO) O CON JULIO IGLESIAS

Naturalmente, el año es nuevo (por el momento) pero la vida no: la vida no es nueva; la vida es como siempre fue, salvo pequeñas diferencias puntuales que cambian de unos a otros para repetirse también, de unos a otros, en un círculo infinito que sólo pretende perpetuarse con un fin que se me escapa, por el mero afán de la supervivencia clónica... ¿para qué? 
Un año nuevo que se repetirá otra vez, desde las campanadas hasta los valses straussianos; desde los turrones hasta los discursos regios; desde las promesas incumplidas hasta la crisis que (ésta sí que sí) sigue ahí por mucho que se empeñen en decirnos que no, que ya ha pasado y que todo va como la seda, sobre todo en la bolsa y en los bancos, claro.
Pereza me da pensar siquiera en la avalancha de promesas que se nos avecina ante las elecciones próximas; pereza me da imaginarme la cantidad de cintas inaugurales que se cortarán; pereza infinita me da escuchar tertulias y discursos tan vacíos como las cabezas de los que los dictan, de los que los leen, en una repetición aburrida y desesperante.
¿Vida nueva? ¿Año nuevo? Yo creo ya que ni lo uno ni lo otro, pues me parece estar en el día de la marmota perpetuo, como en aquel que imaginó Harold Ramis en "Atrapado en el tiempo".
Déjà vu perpetuo esto de los años, de la vida, de las estaciones climatológicas, de la corrupción...
y si no, véase lo que puso Shakespeare en boca del príncipe de Aragón, en su Mercader de Venecia, acto II, escena IX:
"¡Oh, si fuera posible que los bienes, las jerarquías, los empleos, no se alcanzaran por medio de la corrupción! ¡Si fuera posible que los honores se adquirieran siempre por el mérito del que los obtiene! ¡Cuántos hombres andarían vestidos que ahora van desnudos! ¡Cuántos con mandados que mandarían! ¡Cuánta baja rusticidad se encontraría al separar el buen grano del verdadero honor , y cuánto honor se recogería entre los escombros y la ruina hechas por el tiempo, para restituirle a su antiguo esplendor!"
Este fue escrito aproximadamente en 1596. Pues eso, Julio Iglesias: que todo sigue igual.

martes, 21 de enero de 2014

LO DE SIEMPRE (Y YO QUE ME CREÍA ÚNICO)

¿Qué es la vida? me preguntaste mientras fijabas tus tiernos ojos en los míos. ¿La vida? pues eso: comer, beber, defecar, amar, odiar, soñar, pensar... conjugar verbos, en fin. Y vuelta al principio. La enorme rutina de la vida: ahora aquí, luego allí, para estar más tarde (otra vez) aquí, donde empezamos. 
Las revoluciones se suceden y luego vuelve la contrarevolución; los comunismos y los fascismos desaparecen y todo parece nuevo, cuando no es sino repetición vieja, viejas secuelas de la vida misma. 
Mientras, el ser humano, que se cree único, que jamás aprende nada de nada porque se piensa universal, inmortal... ése, cree inventar la fórmula definitiva para encontrar la felicidad o la justicia y, desde su inmediatez estúpida, lanza un ¡eureka! que salva momentáneamente al mundo (o al menos a él).
Pero la rueda no para, el mecanismo universal de elipses y planetas no descansa y con él las ruedas dentadas que nos van triturando con pericia de charcutero. 
Sin embargo, no podemos parar, no debemos parar; nosotros no. Nosotros, que nos creemos portadores de la verdad única, de la espada flamígera que cauterizará las injusticias todas. Nosotros no debemos descansar, a pesar de todo, a pesar de los otros, a pesar de los demás. Nosotros no.
Así, seguimos comiendo, bebiendo, defecando, amando, odiando, llenándolo todo de desperdicios... ¿qué nos impulsa? LA VIDA. Y la vida... ¿qué es? 
Cuando la muerte me mire a los ojos, lo sabré, exactamente. Pero, claro, entonces puede que sea demasiado tarde.