Escena en la sala de espera de un consultorio médico:
Los pacientes, aburridos, (más de una hora y media de retraso ya) miran hacia el techo, examinan los gestos del compañero/a de espera. Los nervios se manifiestan en los pies, que se mueven como resortes incontrolados. De pronto, una señora, auténtica rubia de bote, de mediana edad (entiéndase el tope de edad a los 100 años; es decir: ronda los 50) revuelve en el bolso negro, enorme, y saca el móvil. Hace una primera llamada ¿qué tal?, no, si no quería nada, es por preguntar... Terminada la primera llamada breve, vuelve a la carga una y otra vez. Llama sin control, recorre la agenda del aparatejo, pregunta sin ton ni son repitiendo obviedad tras obviedad, elevando cada vez más el tono. En media hora la factura del teléfono le ha debido engordar considerablemente (a no ser que tuviera la tarifa como el encefalograma: plano). Todos los pacientes (que viene de paciencia) nos hemos enterado de los nombres de los familiares y amigos de esta señora; nos hemos enterado de por qué no van a a trabajar, de qué van a comer, de cómo están de sus dolores de cabeza, de cuándo van a cambiar el vestido rojo aquel que se compraron en rebajas, de lo mal que está el servicio, de la envidiosa que es Mari Juani, de lo mal que funciona la lavadora (¡porque ya está bien, con lo que me costó!), de cómo espesa la salsa de cebolla con un poquito de pan rallado, de que habrá que llevar a papá a una residencia si sigue así (que ya está muy mayor), de que esta pierna me duele de vez en cuando, de que a ver si quedamos para tomar algo, de que este médico es una pena, de que no hay derecho a esperar tanto (que esto es tercermundista), del frío que hace en esta sala (que ya se podrían gastar un poco en calefacción, porque la crisis siempre la pagamos los mismos)... ¡Ah! y de que no sé qué coño hago aquí, si ya ni me acuerdo qué diablos me pasaba.
NOTA: Esto no es literatura, ni está basado en hechos reales. Es real.
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