Cuando uno es joven pretende cambiar el mundo, ve las injusticias, todo le parece una mierda y es entonces cuando se conjura con una alianza invisible y se promete cambiarlo todo, porque esto no puede, no debe continuar así. Luego la vida le va dando hostias, una tras otra, un golpe tras otro; la escuela, la primera comunión, la mili (eso antes, claro), el instituto, el noviazgo, el casamiento, los hijos, el trabajo, los jefes... esto, por supuesto, hablando genéricamente, de manera tópica y convencional (perdónenme las ¿minorías?)
El caso es que uno se va llenando de obligaciones impuestas, se va acomodando a lo que creía cambiable, se va quejando cada vez menos y acaba convirtiéndose (también él) en otra pieza (pequeñísima) más, tan insulsa y sometida como todas las demás que ponen en marcha este reloj que nos arrastra y que nos marca las horas diariamente con excelsa precisión.
Así, el joven aquel se convierte en el señor de turno que paga sus impuestos (porque no le queda otra), que despotrica contra el sistema (cuando también él es parte del sistema), que regaña a sus hijos (si los hubiere)... o no, porque aquí nadie reprime ya a los vástagos, no vaya a ser que les salgan asesinos en serie o se traumaticen con demencia repentinamente sobrevenida (que ya le pesa).
¿Dónde, pregunto, dónde quedó aquel joven con ansias de cambiar el mundo? Pues en una hamburguesería o una red social. ¿Dónde quedó el sentido crítico, el bulle bulle que se sentía en las tripas ante una injusticia, ante una afrenta? En la nada. Todo queda en las faltriqueras del poder, todo queda en la inopia del anonimato, todo queda en la grisalla de la aquiescencia y la intimidación. Lo mismo que, por poner un ejemplo, en la edad media.
Pues sí, ahora me viene a mí también un ataque de esa demencia sobrevenida tan conveniente y oportuna y se me van borrando cosas que creía imborrables: mi fe en el género humano, mi afán por cambiar este pueblo, esta sociedad donde habito... y no me reconozco ya, convertido en el burgués que siempre detesté, que paga sus impuestos porque no le queda otra ¡Malditas neuronas!
Toda la razón, amigo Teo,quizás la misión a realizar ahora que bordeamos una edad provecta, sea recuperar a ese joven que fuimos, sin miedos ni angustias ante esta cutre realidad...total ya no tenemos nada que perder...un abrazo.
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