miércoles, 7 de octubre de 2020

 

IN THE BANK

 

Parecía aquella cola  las colas que se formaban en la postguerra, cuando la gente iba a recoger el escaso pan que se despachaba tras angostas ventanas…

Pacientemente guardaba turno para acudir al cajero con el avieso propósito de coger algo de mi confinado dinero.  Tras pasar arcos detectores, puertas sordas y océanos de paciencia, llego a una máquina (la gente me indica, imperativa: “¡ahí, ahí!”) a la que me someto en un ritual para sacar número; ya no basta con el ticket tipo “pescadería”, ahora hay que solicitar número en una máquina electrónica que, tras someterte a una tanda de preguntas de, a veces, dudosa respuesta, te lanza un número que no sabes qué significa y para el que has tenido de teclear una serie de dígitos, letras y aceptaciones varias. Las personas mayores (yo también lo soy) entran en el banco con cara de sorpresa y ánimo encogido, sin saber muy a bien a dónde dirigirse ni qué hacer. Una señora añosa estruja un sobre de papel con la esperanza de albergar en él su menguada pensión, antes de que desespere en su intento. La pantalla de los numeritos sigue impertérrita y nuestra mirada se queda fija en unos dígitos que parecen fosilizados, como si fueran una clave esotérica que diera salvoconducto al Valhalla. Las máquinas escriben saldos y sus pantallas recogen anónimas huellas rezagadas. La gente resopla, hay quejas, comentarios (“esto es inhumano”, dice alguien). La cola se prolonga en la calle, serpentea por la acera, desaparece tras los cristales protegidos del banco. Nosotros, dentro, nos creemos a salvo, pero es mentira: aquí nadie está a salvo. Otra señora llama a su casa para decir que quiten la olla del fuego, porque “se van a pegar las lentejas y esto va para largo”. Alguien mira el móvil y no sabe qué ve (en realidad mira para no ver lo que tiene delante). Un empleado del banco con cara de vinagre da consejos a un anciano desesperado que ha olvidado no sé qué número y es incapaz de manejar la tarjeta dorada. Las mascarillas crecen como setas y tras ellas, los ojos de la gente toman una expresión perdida. Cuando aparece mi número en la pantalla me da igual todo. Creo que me ha tocado la especial, pero me doy cuenta de que esto no es la bonoloto: es el banco, coño.

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