IN
THE BANK
Parecía aquella cola las colas que se formaban en la postguerra,
cuando la gente iba a recoger el escaso pan que se despachaba tras angostas
ventanas…
Pacientemente guardaba
turno para acudir al cajero con el avieso propósito de coger algo de mi confinado
dinero. Tras pasar arcos detectores,
puertas sordas y océanos de paciencia, llego a una máquina (la gente me indica,
imperativa: “¡ahí, ahí!”) a la que me someto en un ritual para sacar número; ya
no basta con el ticket tipo “pescadería”, ahora hay que solicitar número en una
máquina electrónica que, tras someterte a una tanda de preguntas de, a veces,
dudosa respuesta, te lanza un número que no sabes qué significa y para el que
has tenido de teclear una serie de dígitos, letras y aceptaciones varias. Las
personas mayores (yo también lo soy) entran en el banco con cara de sorpresa y
ánimo encogido, sin saber muy a bien a dónde dirigirse ni qué hacer. Una señora
añosa estruja un sobre de papel con la esperanza de albergar en él su menguada
pensión, antes de que desespere en su intento. La pantalla de los numeritos sigue
impertérrita y nuestra mirada se queda fija en unos dígitos que parecen
fosilizados, como si fueran una clave esotérica que diera salvoconducto al
Valhalla. Las máquinas escriben saldos y sus pantallas recogen anónimas huellas
rezagadas. La gente resopla, hay quejas, comentarios (“esto es inhumano”, dice
alguien). La cola se prolonga en la calle, serpentea por la acera, desaparece
tras los cristales protegidos del banco. Nosotros, dentro, nos creemos a salvo,
pero es mentira: aquí nadie está a salvo. Otra señora llama a su casa para
decir que quiten la olla del fuego, porque “se van a pegar las lentejas y esto
va para largo”. Alguien mira el móvil y no sabe qué ve (en realidad mira para
no ver lo que tiene delante). Un empleado del banco con cara de vinagre da
consejos a un anciano desesperado que ha olvidado no sé qué número y es incapaz
de manejar la tarjeta dorada. Las mascarillas crecen como setas y tras ellas,
los ojos de la gente toman una expresión perdida. Cuando aparece mi número en
la pantalla me da igual todo. Creo que me ha tocado la especial, pero me doy
cuenta de que esto no es la bonoloto: es el banco, coño.
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