Hay un verbo que, desgraciadamente, llevamos conjugando en sentido negativo mucho tiempo (demasiado) en este país: significarse, (infinitivo; supone evidenciarse, señalarse, singularizarse, distinguirse, manifestar la opinión propia o la postura respecto a cualquier tema).
Siempre recuerdo lo que padre me decía, en plenos años 60: "no te signifiques nunca y menos en un pueblo, que nos conocemos todos". Y luego en la mili: "nunca hay que significarse, hay que pasar inadvertido, que no te conozca nadie". Eran otros tiempos, la dictadura franquista estaba viento en popa y el miedo cerval de la guerra aún estaba enquistado en los huesos de una España llena de cicatrices, de rencores y de odios. No había que significarse, había que pasar inadvertido entre la masa gris de aquiescentes atemorizados; significarse suponía mostrar una postura sospechosa de disidente contraria al régimen, con todo lo que ello suponía de estigmatización, rechazo y anulamiento, (y más en un pueblo) cuando no de cárcel o cosas peores.
¿Otros tiempos? No sé si las cosas han cambiado lo suficiente, no sé si la gente sigue con el miedo en el cuerpo, miedo grabado a fuego en el inconsciente colectivo de un pueblo tradicionalmente humillado y sometido por un sin fin de gobernantes déspotas, inútiles o incultos. Pero el pueblo es sabio, el pueblo es sufrido y lo supera todo aunque sea a base sangre, sudor, lágrimas... y silencio.
¿Significarse ahora? ¿Quién lo hace que no sea tachado de loco, de excéntrico, de antisistema, de perro-flauta? ¿Quién es capaz, de verdad, de decir lo que piensa real y libremente, desde la razón y la inteligencia? ¿Qué cosas podemos decir sin ser señalados por ese dedo acusador que es el mismo que ya usara la Inquisición y que sigue ahí, incorrupto, como el brazo de Santa Teresa?
No, no os signifiquéis nunca; no digáis eso que pensáis y que tan molesto es. Pasad inadvertidos, sed rebaño entre el rebaño y no seáis molestos. Seréis así recompensados, elevados al pedestal perfecto del perfecto ciudadano. Otros vendrán luego a cortar la cinta para inaugurarlo y colocar, en letras de molde, el nombre excelso de la excelsa Autoridad que la cortó y se llevó luego las tijeras de plata, para venderlas.
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