Otra culebra de verano. Me refiero a caso "Jorge Fernández Díaz- Rodrigo Rato"; es decir: "Ministro del Interior-presunto delincuente de guante blanco". Lo de "culebra" es por quitar hierro al asunto y referirme al caso, ya bastante grave, de una manera veraniega, como canción que fuera de Giorgie Dann o similar pachanguero.
No voy a relatar aquí el encuentro, ya famoso, entre los susodichos, la cantidad de tinta que ha levantado, la cantidad de reproches y acusaciones a diestro y siniestro que ha generado. Al final, es siempre lo mismo: como soy ministro hago lo que quiero, que luego aquí no pasa nada y yo seguiré tan ricamente en mi poltrona todopoderosa, haga lo que haga y diga lo que diga (o digan lo que digan). ¿Que dicen? Pues que dizan.
Uno se queda estupefacto (ya me empiezo a acostumbrar a esto de las estupefacciones) ante las explicaciones del señor ministro, ante la postura del señor Presidente de Gobierno, ante sus actitudes (y, lo que es peor: ante sus aptitudes).
El señor Rato, a estas alturas, es presunto de casi todo y está en el epicentro de tantas corruptelas (presuntas) que se puede considerar un personaje más tóxico que la estricnina; en cualquier caso, y partiendo de la presunción de inocencia, creo que un señor ministro del Gobierno Español, debe ser honrado, por supuesto, pero además (como diría César) debe parecerlo. Hay cosas que son tan feas, tan antiestéticas, que su sola presencia repele, extraña y asusta. Julio César se divorció de Pompeya Sila, su segunda esposa, por una sospecha que resultó falsa (hay varias versiones de la historia), lanzando la ya famosa frase de marras, recogida por Plutarco que ha llegado hasta nosotros en varias traducciones, pero con el mismo significado: la mujer del César debe estar por encima de toda sospecha; es decir: el gobernante, la persona pública, debe estar limpio de culpa y sospecha, sus acciones deben ser honestas y su conducta intachable pero, además, su imagen también debe estarlo. Eran otros tiempos, los de César. En fin, ya ha llovido algo desde entonces, aunque el meollo de la persona y del poder, quizá no haya cambiado tanto, por no decir que sigue igualico, igualico, salvando los trajes y los dioses.
¿Qué pasó realmente en el encuentro ministerial? Ellos sabrán. Aunque el ministro lo ha presuntamente explicado, me queda (nos queda) la duda; la duda que todo lo mancha y emponzoña, porque por mucho que se explique a posteriori... ¿Quién se creerá la historia? ¿Quién será lo suficientemente inocente para creer en la inocencia? Suponiendo que haya algún inocente todavía, en algún sitio, en algún lugar.
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