Desde siempre, en este bendito país, me ha llamado la atención el uso y abuso que del ruido se hace. ¿Que hay una fiesta?...¡ruido que te crió! ¿Que hay una discusión?... ¡ruido al canto! ¿Que pones la radio?... ¡decibelios p'al vecino! ¿Que vas conduciendo?... ¡Bachata p'a tos! Y así hasta la náusea.
Somos un país ruidoso, con una ¿cultura? del ruido, dicho sea esto en el peor de los sentidos. Aquí no se habla: se vocea; aquí no se discute: se arremete; aquí no se escucha música: se agrede al vecino; aquí no se hace fiesta: se ensordece. Aquí el silencio es cosa de cobardes, de pusilánimes, de raros o de poetas (de algunos poetas). Los que están seguros de sí, hablan alto y claro (sobre todo alto). Ya lo dice el dicho: "llevas razón, que voceas". Las verdades no se razonan: se vocean, y así, voceando, las ideas (pocas o muchas, estúpidas o vacuas) cogen altura, planean en el éter y se introducen en las mentes, quedando allí, entre las neuronas, chirriando, resonando como la voz resuena en una tinaja hueca.
Se tiene miedo al silencio, supongo, porque el silencio ayuda y predispone a la reflexión; el silencio abre un espacio infinito en el que nos podemos conocer y reconocer (¡ay!); el silencio es un lienzo puro, blanco, un jardín zen en el que sembrar las piedras de nuestros miedos y nuestros convicciones más auténticas, más maduras. El silencio supone recogimiento, trabajo, concentración y conocimiento. Supone hacer el esfuerzo de la búsqueda de nosotros mismos. El ruido, no. En el ruido todo se iguala, su rasero decapita cabezas y hace de la furia su aliado. El ruido, además, agrede, impacta, acomete.
Cuanto más voceemos, más razón querremos llevar. Vocean los poderosos, los estúpidos, los prepotentes, los chulos... y así se establece una relación directamente proporcional entre el ruido y la estulticia.
Los que pasan desapercibidos, como pasan desapercibidas las hojas humildes de yerba... ¡a esos que les den! !!!Porrón pom póm, porrompom porrompompero...PORRÓN!!!!!
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