Es oscuro, pringoso, se reproduce como las ratas y como ellas corre, se desliza silencioso y se instala en los rincones más oscuros, en las rendijas más pequeñas del alma. Huele mal, apesta a pútrida mentira, a gusano infecto nacido de la corrupción y del engaño. Es la peste más contagiosa y contra ella solo hay un antídoto, un antídoto raro, escaso, que no se puede fabricar y que se recoge como el rocío: poco a poco, gota a gota, con cuidado infinito. Es un antídoto que se quiere ocultar, que apenas se ve, pero que nace imparable, porque imparable es su componente único. Lo quieren borrar del mapa, lo quieren destrozar, negándolo sistemáticamente, disfrazándolo con mensajes burdos de excelencia televisiva.
Mientras, él sigue creciendo, silencioso como el cáncer más letal, como la cicuta más venenosa. No lo sabemos, pero ya está aquí, metiéndose poco a poco en nuestras venas, en nuestro torrente sanguíneo. Lo han traído para quedarse entre nosotros como huésped asesino que nos roe las tripas.
Está aquí, se llama miedo.
Pero el antídoto también está, más humilde, pero más potente: se llama verdad.
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