Uno, cuando creía estar curado de espantos y creía no sorprenderse por casi nada , sigue viendo cosas que le siguen espantando. ¡Y de qué manera! Lo que tenemos encima, lo que ya estamos digiriendo, lo que ya casi está duglutido, asimilado, es la tremenda rueda de molino bíblica con la que comulgamos diariamente, dejándonos cara, no ya de pasmo, sino de Don Tancredo. Ya saben: ese personaje pintado de blanco que se hacía pasar por estatua mientras recibía el toro a bocajarro. El truco estaba en permanecer absolutamente inmóvil, sin pestañear. Se creía que el mihura, al ver aquella cosa, y creerla de piedra, no se mosqueaba y, por lo tanto, no atacaba. El mérito estaba, repito, en quedarse tan quieto como la piedra a la que se trataba de emular. El toro, mientras, corría libre, haciendo lo que le viniese en gana, mientras la sombra del Don Tancredo se alargaba en un ejercicio inútil de espectáculo jaleado. El público contenía la respiración y, en el fondo, deseaba que el toro se percatase del engaño para que atacase al pobre infeliz con cara de agilipollado que, forzado por la necesidad, permanecía impasible.
Don Trancredos del mundo, Don Trancredos de España: seguid así, impávidos, blancos, agilipollados. Un toro muy negro resopla y sus babas inundan el ruedo ibérico. Seguid así. No os mováis ni un puto ápice, porque sois el supremo espectáculo de la inmovilidad.
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