"Hay que cambiarlo todo para que todo siga igual". Esta célebre frase de Lampedusa es ahora más cierta que nunca. El viejo aristócrata vio en el derrumbamiento de su clase social la metáfora perfecta de lo que habría de venir: la llegada de la nueva clase burguesa; el arribismo de los políticos; la ascensión imparable del capital; la degradación de ciertos "valores" como caldo de cultivo para la aparición de otros (más espurios, ciertamente); la sustitución de unos privilegios por otros en aras, no de unas ideas, sino de unos intereses...
Con los escombros de una sociedad, de una manera de vivir, se cimenta otra que sustituye en formas (pero no en fondo) a la anterior, erigiéndose en la única posible, en la única salvadora. Todo lo anterior se tacha de caduco, de rancio, de obsoleto y todo lo nuevo es sano, útil, progresivo, conveniente, extraordinario, definitivamente moderno. Con los escombros de las mezquitas se hicieron catedrales; con las lápidas de los infieles se cimentaron ermitas; en ruinas de fábricas se han construido salas de exposiciones, centros culturales, residencias... etc. etc.
Todo cambia, todo permanece.
El río fluye constante, parece el mismo siempre, pero nunca es igual (es verdad, Heráclito). Sin embargo hay cosas que parecen distintas y, desde luego, son las mismas. Siempre y por siempre. AMÉN.
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