El buen carpintero (de los de antes) clavaba clavos con precisión matemática: unía las maderas correspondientes y con golpes certeros hendía el clavo con unos pocos, pero certeros golpes; así, el delgado metal quedaba perfectamente clavado, perpendicular, limpio.
El mal carpintero, sin embargo, se empeña en clavar sea como sea: casi siempre ladeado. Y lo hace cueste lo que cueste, a martillazos cada vez más salvajes, aún a sabiendas de que el clavo va en mala posición. Por sus cojones el clavo se meterá, ¡vaya si lo hará! Y dale al martillo, con más saña. Y el clavo cada vez más ladeado, cada vez más rebelde a la penetración, cada vez más retorcido. La rabia del mal carpintero hace de la tortura del clavo una cuestión de honor: o él (el clavo) o él (el carpintero); a ver quien es más fuerte, si el acero o su cabezonería. Pero el clavo entra, como sea, pero entra, aunque quede la cabeza (del clavo) chafada, el cuerpo (del clavo) lamentablemente ladeado, las maderas resquebrajadas. ¡Entró!
Ahora, ¡carpinteros hay que hasta tornillos clavan a martillazos! ¿Para qué usar destornilladores, cuando se hace más rápido así?
¡Ah, los buenos artesanos, los artesanos de siempre, conscientes de la importancia humilde de su trabajo, dignos trabajadores que engrandecían lo que tocaban, que honraban la palabra trabajo, el verbo trabajar!
Maderas somos, clavados estamos cada día a martillazos.
¡Malditos los que se dicen carpinteros o ebanistas, cuando no son más que chapuceros aprendices de nada, machaca cabezas de clavos, que han de clavar sí o sí, entren o no entren, por sus benditos cojones!
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