Con la música pasa una cosa curiosa: despierta nuestro lado masoquista. ¿No habéis escuchado una música que os duele y, sin embargo, seguís escuchándola, a pesar de ese dolor? Es más: nos gusta escucharla, regodearnos en ese pequeño (o no tan pequeño) sufrimiento. Así es.
Pues iba en el coche esta mañana y el cielo mostraba nubes como de papel pintado de un belén; en las cunetas las flores blancas y amarillas escupían sus colores con la humildad de los olvidados; el trigo encanecía lentamente, salpicado por amapolas rabiosas; la temperatura era agradable; nadie se cruzaba conmigo en el trayecto por la vieja carretera, parecía estar solo en el mundo; a lo lejos, las modestas montañas jugaban a ser acuarelas... Creo que entendí que la felicidad puede existir, a pesar de todo, aunque sea por un instante. Entonces puse un cd de Mancini para poner banda sonora a ese momento. Aquella música elegante, con sus suaves toques de jazz, con su lejana tristeza, me dolió. No sabría decir por qué (la música nos dota de una historia que ni nosotros intuimos). Y seguí escuchando, sintiéndome dichoso y triste a la vez. Y tuve la certeza de que podría pasar cualquier cosa: que mi madre me estuviese esperando cuando llegase a casa, por ejemplo. No sé si fue por eso o por Mancini, cuando empecé a llorar muy, muy despacio.
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