Cuando el adulador Damocles, según la leyenda griega, ocupó el lugar de Dionisio II, rey de Siracusa, para disfrutar de los placeres del poder, no se percató de la pesada espada que sobre él colgaba, sujeta a una fina crin de caballo. Cuando se dio cuenta del peligro que corría, el miedo se apoderó de él y se apresuró a recuperar su anterior posición de simple cortesano. Dionisio le aleccionó de lo que supone el poder: algo que de lejos es tentador, pero que es frágil y que, en cualquier momento, te puede destruir.
Así, la leyenda ha permanecido como la representación de un peligro inminente que puede desatarse en cualquier momento, sin previo aviso. En realidad es una metáfora sobre los peligros del poder y de su fugacidad.
No sé si nuestros gobernantes conocen esta leyenda. No sé si, conociéndola, se sentirán aludidos. Lo que sí se es que Damocles, actualmente, somos todos, día a día amenzados por esa espada que nadie sabe quién sujeta, pero que si sabemos caerá sobre nosotros en forma de recortes, subidas de impuestos y otras lindezas. Pero el poderoso, el gobernante de turno, ha de saber que la espada está también sobre sus cabezas, y que lo que hoy es oropel y vítores, mañana podrá ser llanto y crujir de dientes. Y que la espada, (llámese Historia) es justiciera y, tarde o temprano, pondrá a cada cual en su justo lugar.
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