Es curioso cómo seguimos creyendo en lo que escapa a la razón: seguimos creyendo en la magia, en los fantasmas y en la suerte. Siglos de evolución, de raciocinio y de ciencia no han servido para desterrar del inconsciente más asimilado los paisajes que la sinrazón dibuja o, quizá, los paisajes que el corazón (entiéndase esta víscera como metáfora del sentimiento o del alma) impone por encima de la lógica.
Así las cosas, seguimos creyendo en la suerte, esa cosa inexplicable, pero cierta; esa cosa que permite la sucesión de unos hechos sin aparente conexión, que se suceden, empero, inexorablemente, sin que podamos tener el mínimo control sobre ellos. Hechos, sin embargo, que condicionan nuestra vida y la vida del planeta entero. Hechos que deciden el color de nuestros ojos, nuestra estatura, nuestra felicidad. Hechos que se producen en una combinatoria inmensa, movidos los números por una mano invisible, que alguno llamará Dios y otro casualidad, permutación, ars combinatoria, matemática demente (Lewis Carroll dixit).
Tenemos fe en la casualidad, en la suerte. Sabemos que es algo que se tiene o no; algo que, generalmente, tienen los demás, siempre los demás. Podría decir que es como la muerte: algo que les sucede a otros (eso creemos en el fondo).
Mucha gente, estos días, gasta su dinero teniendo fe en la suerte, en SU suerte. Nada les garantiza que ésta (la suerte) acudirá en su favor; nada les hace atisbar siquiera que pueda suceder. Pero, por si acaso (¡ah, los "por si acasos"!...) Y si la suerte, otra vez, se empeña en pasar de largo... será la próxima, o la otra...
El azar, tan próximo al riesgo y por tanto a la adrenalina, es como la espada de Damocles, y no sabremos nunca se cortará nuestra cabeza o nos hará millonarios; si pondrá en nuestro camino a la persona que soñamos o a la bestia que tememos. Está ahí. Inexplicable como la belleza, implacable como un juez inquisidor, fuera de toda razón. Como el amor. Por eso nos lo creemos tanto.
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