Muchas veces creo vivir en un país imaginario. Y no precisamente en un país de cuento de hadas. Bueno, de cuento sí; de hadas, desde luego que no. De cuento o, debería decir... ¿del cuento? En cuanto a las hadas, esos seres imaginarios, etéreos, alados, perfectas criaturas de bondad, resultado tal vez de una sobredosis de alcaloides... mejor no hablar. Hace tiempo que perdí la inocencia y el niño que hay en mí, se me reveló para hacerse contestatario y fue él quien me abrió los ojos, quien me dijo que las hadas, en realidad, son creaciones de un inconsciente colectivo que quiere redimir con una bondad improbable la maldad que nos hace (in)humanos.
Vivir en este país de cuentos no nos hace, sin embargo, seres de ficción. Somos reales, suponiendo que esto (la realidad, lo real) pueda ser posible, pueda encarnarse y no sea sino producto de otra imaginación a la vez soñada por otro sueño que sueña con ser real. Me lío.
Mientras, hago balance ¿por qué coño hacer tanto balance? de un año que muere con más pena que gloria y me estremezco de que lo nos pasó y (lo que es peor) me estremezco por lo que nos puede pasar aún. ¿Pesimista? supongo que sí. ¿Amargado? Dejémoslo en decepcionado. Pero es que no se puede esperar mucho más del ser humano... ¿o sí?
Cuando escucho las variaciones Goldberg de Bach o los preludios de Debussy o cuando leo un soneto de Borges, creo que no todo está perdido. Y creo que Dios (si es que existe) no lo hizo absolutamente mal. Dios, la casualidad o la madre que nos parió a todos ¡vaya usted a saber!
Mientras, ahí va una especie de felicitación (que no lo es) de año viejo-nuevo:
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