Oigo al Gobierno decir que están abiertos al diálogo; escucho que están dispuestos a dialogar sobre lo que sea, que no hay bajo el cielo quien sea más dialogante que ellos, más flexible. Estupefacto me quedo.
¡Qué bien queda eso de afirmar que uno es abierto, demócrata, que tendrá en cuenta lo que los demás piensen, que concedan una posibilidad (al menos una) a estar equivocados... ¿equivocados? ¿Equivocado yo? ¡Y una mierda! Los equivocados siempre son los otros, los demás, los opuestos, los que están contra nosotros (ya que no están con nosotros).
¡Qué bien queda de cara a la galería decir que se escucha! Luego los hechos demuestran una cosa muy distinta y todo se convierte en un diálogo, sí, pero de sordos, en el que el más sordo es aquel que más poder tiene y el resto es una masa informe que parece hablar, pero que nada, en concreto, dice. Todo se convierte en un paripé, en un remedo de diálogo para justificar la etiqueta democrática que tilda a la mayoría absoluta.
Mayoría Absoluta... sinónimo de absolutamente aplastante, de absolutismo. ¿Para qué vamos a dialogar si podemos hacer lo que queramos, pues tenemos el poder omnímodo, prestado por unos votos que nos hacen, no sólo fuertes, sino (y sobre todo) absolutamente infalibles, pues los votos no pueden equivocarse nunca y nosotros somos humildes representantes de esos votos. Humildes... o casi, pero nunca, jamás nos equivocamos ¿eh? Si no queda más remedio que hablar ¡qué le vamos hacer! Si hay que hablar, se habla. Ya haremos luego lo que nos salga de los mismísimos... votos.
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