La cosa tiene guasa.
Primero, privatizo un sistema público y con dinero público subvenciono el traspaso de lo que debería hacer yo, a una empresa privada; es decir: abandono mis funciones, mis deberes, y los dejo en manos espurias que sólo buscan beneficios bastardos... a cambio, recibo parabienes, reconocimiento político y trepo en el escalafón medrando sueldos a todas luces inmerecidos, abusivos, sonrojantes.
Pero aún no he concluido la jugada. Lo mejor está por llegar. Dadme un poquito de tiempo, que necesito darle a la cosa un barniz legal que maquille la movida.
Sigo. Al poco tiempo, dimito de mi cargo en un alarde de transparencia, para que nadie diga que me agarro a la poltrona. Pero claro... ¿dónde voy a parar...? Pues a la empresa a la que traspasé los servicios públicos. Naturalmente, antes, la citada empresa desaparecerá. Me explico: le cambiaremos el nombre para que parezca otra, aunque sea el mismo perro con distinto collar, como se suele decir.
Así estoy hoy: dirijo una empresa con beneficios millonarios que pasta en las praderas económicas que yo mismo planté con dinero público. Encima, me las doy de estar cumpliendo una labor social, un servicio a la sociedad con responsabilidad ahorrativa. No sé cómo no me aplauden esos cándidos perros flautas. Si soy un genio. Bueno, seamos modestos: soy un simple emprendedor que cree en el libremercado. ¡Ah, el neoliberalismo! ¡Chollazo, pero chollazo, chollazo!
Milton Friedman, I love you.
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