Hace semanas que una ciática me está castigando. De un tiempo a esta parte, el dolor forma parte de mi cotidianidad como un castigo que creo inmerecido. En fin, el caso es que llevo ya unos días que he pasado del dolor agudo a un dolor soportable. El dolor, en realidad, no ha desaparecido, pero su insistencia, su terquedad, ha hecho que su presencia indeseada sea, al menos, tolerable.
Así son las cosas, por muy desagradables que sean, uno acaba acostumbrándose a ellas, si ellas persisten lo suficiente. Somos animales de costumbres que se adaptan a todo, porque hay que seguir, hay que sobrevivir, hay que estar ahí.
¿Y a qué viene esto? ¿A quién le importan mis achaques? A nadie, por supuesto. Pero creo que hay un paralelismo entre mis dolores y las corrupciones que asolan a España. Éstas, como aquellos, persisten, resistiéndose a desaparecer; es más: parecen no tener fin, enrocadas en su propia naturaleza maligna. Nos estamos acostumbrando peligrosamente a lo malo, a la corrupción, al chanchullo, cuando no directamente al delito. Vemos pasar por delante la feria de las vanidades/corrupciones de la que casi nadie se libra como algo imparable, como algo natural que ya está instalado en nuestras vidas... porque así son las cosas.
Pero el dolor, como la corrupción, lo que hace es alertarnos de que algo no funciona bien, de que algo está enfermo, profundamente.
Por eso tomamos medicamentos: para aliviar el dolor, aunque nos atonten, aunque andemos zombis, aunque nos escondan la verdad que subyace en el fondo: la enfermedad, la decadencia o la putrefacción de esta sociedad que llamamos civilizada, demócrata y que tan mala, malita está. La pobre.
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