Tiempo de carnaval. Se busca la careta que (ya lo dijo el clásico) no cubra, sino descubra. Es así; tan vieja es esta cuestión como viejo es este mundo: cubrirse para descubrirse. El resto del tiempo también nos cubrimos, también andamos cubiertos. Todos. Unos más que otros, claro. Unos muchísimo más que otros. La careta de plástico o de cartón es mucho más noble que la otra, la de carne (y la de carné), la que portamos diariamente en un ejercicio constante de hipocresía, cuando no directamente de malicia o de mentira. Unos más que otros, itero.
¿Por qué será todo tan previsible, tan chato? ¿Por qué hemos avanzado tan poco? ¿Máscara igual a persona? Así fue en la antigüedad. La máscara del comediante, la máscara del rito, del oficiante, del oferente, del sacerdote que ofrecía sacrificios con el puñal de obsidiana que buscaba el corazón o las vísceras. Detrás de la máscara el impávido rostro del sumo sacerdote en comunicación directa con el dios terrible que exigía sacrificios. Y allí, tras la máscara, la persona que no dudaba en arrancar el corazón o en meter el miedo en el cuerpo al pueblo inculto. Tras la máscara, la persona. Máscara sinónimo de persona. Disfraz perenne. Y así hasta nuestros días: los sumos sacerdotes, los cómicos supremos, actuando, pidiendo sacrificios, blandiendo filos que cercenan en loor de intereses superiores.
Tiempo de carnaval. Como siempre. ¿Qué puede cambiar en estos días?: la algarabía, el ruido, la traca, los efectos especiales de la representación. Lo demás, la esencia, permanece intacta, intocable. Cambiar una careta por otra. Cambiar de disfraz, un poco. Ser el otro, el que nunca fuimos, el que nos gustaría ser, el que nos gustaría haber sido, quizá. Ya vendrá el entierro (de la sardina) que nos igualará, demasiado tarde, a todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario