Érase un país donde el arco iris pintaba el cielo con bellos colores, gobernado por un rey bueno y unos gobernantes justos, donde el dolor apenas existía y donde todo era alegre, pues no había lugar para la desigualdad, para el latrocinio o para la felonía...
Todo era de color, sí. Pero no siempre fue así. No. Antes las cosas fueron distintas; antes negros nubarrones cubrían el ahora cielo azul y amenazaban a gentes con descargar tremendos rayos, tremendas tempestades. Pero llegó, de pronto, el buen gobernante y todo lo cambió. Y comenzó a cambiar el país de arriba abajo, comenzó a cercenar las cabezas que estorbaban, pues gente había, aviesa, que quería el mal, ya que espurios intereses gobernaban sus vidas... Pero llegó él (el gobernante justo) y cortó, descabezó, limpió y con amenazas y miedos impuso con puño firme las guías de acero por la que deslizar las pobres vidas de los pobres ciudadanos que ignoraban que estaban mal por sus malas cabezas, por vivir por encima de unas posibilidades que ni ellos sospechaban que tenían.
Llegó (llegaron) él (ellos) y todo cambió: lo que fue desastre mutó a horizonte dorado y lo que era sentido descendente ascendió hasta límites desconocidos. Lo que fue paro cambió a empleo digno, magníficamente remunerado. Las estadísticas formaron montañas rusas que ascendían milagrosamente y la pena acabó de la noche a la mañana. ¡Ya no somos pobres! gritaron algunos. ¡Ya podemos pagar la hipoteca! ¡Ya podemos votar otra vez, con la esperanza renovada! Y se abrieron las urnas, justo después de que el gobernante anunciase que bajaría impuestos a los pobres que no podían pagar el pan o la luz. Y las urnas se abrieron y el milagro se renovó. Y se hizo la luz otra vez, después del apocalipsis. Y el gobernante sonrió feliz y las urnas se volvieron a cerrar luego con un gran portazo sobrenatural, como un berrido de Dios o como un tsunami neoliberal, imparable ya, decisivo.
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