Cuando la mentira se instala de una manera sistemática, la verdad se degrada. Cuando vivimos inmersos en un universo lleno de mentiras o medias verdades (que son aún peores), la verdad se convierte en un metal precioso, raro, al que es difícil apreciar, porque se llega incluso a confundir con la mentira: hay que ser experto gemólogo para distinguir la mena de la ganga. Estamos llegando a un estado aberrante en el que la mentira impuesta se convierte en verdad y la verdad en materia cuestionable.
Todo es relativo, como dijo mi amigo Alberto; todo es revisable, suprimible, reversible, prescindible... Todo depende del color del cristal con que se mire. El efecto Pinocho se ha acomodado en nuestras vidas como un virus informático o una bacteria asesina. El sistema inmunitario lucha por salvar al organismo social de la degradación que supone la mentira, pero su éxito cada vez es menor. Las narices siguen creciendo ante la indulgencia general, ante la asimilación de la infección por el corpus social. Ya no hace falta ni cirugía plástica.
La hipocresía, hermana mayor de la mentira, asoma por televisiones y papeles impresos con descaro y arrogancia. Nada importa: sólo lo momentáneo; lo "tente mientras cobro"; lo que, de momento, nos (los) sacará del atolladero.
La sonrisa forzada, prima cercana de la hipocresía y de la mentira, se dibuja en rostros más o menos dirigentes, como máscara para seguir mintiendo sin pudor, sin vergüenza, sin descanso.
Quizá todo lo que he dicho también sea mentira... o quizá no. Seguro que alguien piensa que sí. Seguro que alguien piensa que no. Jano nos está mirando, pero... ¿con cuál de sus dos caras?
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