lunes, 25 de diciembre de 2017

LA SOMBRA DE STENDHAL (COSAS PARA SER FELIZ Nº 6)

¿Cuánto tiempo hace que no recibes una felicitación navideña (lo que se llamaba un christmas), pero una de verdad, escrita a mano y enviada por correo postal, con sello incluido?
Hemos perdido el placer de escribir a mano, de reflexionar al hilo del ritmo que imponía el lento desplazarse del útil de escritura por el papel; placer duplicado si se escribía con pluma estilográfica (el colmo del vintage), pues el roce de ésta evocaba susurros que hacían avanzar el pulso de la escritura en una especie de tensión provocada por el fluir de la tinta, convertida al fin en pequeño manantial que, como vena azul, dejaba la impronta del pensamiento y del corazón plasmada en el pequeño desierto filiforme que dictaba la magia de la palabra convertida en fósil, en pálpito detenido.
Ahora (ya sé), la urgencia se impone  y la grafía se diluye en un mar de rápidos emoticonos que juegan a ser jeroglífico postmoderno. El cartero se ha convertido en mensajero de los bancos, de los desahucios, de las multas, de la propaganda inútil que nos inunda. Los buzones se llenan de reclamos que nadie lee y de urgencias bancarias. Ahora se teme recibir alguna carta, porque ello implica algún desastre, casi siempre  de tipo financiero o peor... una especie de temor por algo que podríamos haber hecho mal, sin saberlo nosotros mismos: una especie de reclamo, un oculto complejo de culpabilidad difusa. 
La otrora emoción de la espera del cartero, ha devenido en hastío por la espera del transportista de Amazon. El antes funcionario que conocía al vecindario por su nombre y apellidos, es ahora, en muchos casos, el mensajero de un miedo que planea sobre nuestras cabezas de contribuyentes.
Y a todo esto, la respiración aquella de la pluma sobre el papel, ha pasado definitivamente al archivo de los sonidos perdidos (como ha pasado el tac-tac de la máquina de escribir, el pulso del telégrafo o el silbato del afilador) y con ella la reflexión, el tiempo que dedicábamos al destinatario de la misiva, el silencio que nos imponíamos para decir lo que teníamos que decir; el ritual preciso de doblar la carta, de mojar con la lengua el ribete del sobre (con cuidado para no cortarnos la lengua); el ritual de mojar el sello y colocarlo muy despacio en el rincón superior derecho; el ritual de ir al buzón más próximo y echar la carta con la esperanza puesta en la recogida próxima y en la urgencia de una entrega que se nos hacía siempre lenta (aunque, eso sí, segura); el ritual de la espera de la respuesta para volver a empezar el bumerán de la comunicación, del amor, del odio, de la amistad, del recuerdo. El ritual de dar cuerda al reloj analógico de la palabra para que siguiera su latir más allá de nuestro pueblo, más allá de nuestras pequeñas fronteras.
Ahora no. Ahora con un me gusta , tenemos suficiente. O con una cara estúpida de redonda sonrisa amarilla.

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