Creo que un país se define, entre otras muchas cosas, por sus cementerios. La muerte, o mejor, su parafernalia, su boato, su pompa y circunstancias, el cómo se afronta (de un modo general, claro), la cultura que hay a su alrededor, son cosas que nos definen como sociedad, pues la muerte es, al fin y al cabo, verdad indisoluble, aliada fiel de la vida y, por tanto, cauce fundamental de manías, costumbres, cultura, supersticiones, afanes... que no otra cosa es la sociedad, esa cosa que puede llegar a ser difusa, pero que cobra realidad, tangibilidad, en ocasiones como ésta en la que hoy nos encontramos: 1 de noviembre, fiesta de todos los santos o de todos los muertos.
Una vuelta por el cementerio me pone los pelos de punta... no por miedo a los espectros, no: por miedo al mal gusto.
Hoy, cuando las tumbas relucen más, llenas de flores, aplicada la fregona y el limpiador, me fijo en las fotos, en las inscripciones, en los libros de mármol abiertos con versos imposibles, en la imaginería dorada, petrificada, con la mirada perdida de las estatuas que saben que lo son, en los brillos de las letras, en los "no te olvidamos", en los ramos incorruptibles de plástico (que no inmunes a la decoloración), en los ángeles custodios, en las últimas vanidades consumadas en granitos grises, el las cruces sempiternas, el tanto cristo crucificado, en algún dedo que exige silencio junto a los labios, el los pétalos marchitos como metáforas perfectas de lo que hay allí abajo, en las conversaciones de la gente que reprocha a algún familiar lejano su no presencia, en la elegancia de los cipreses, en los panteones decrépitos, en las fotos medio desaparecidas ya, imagen perfecta del fantasma...
Un mar de granito y mármol; un mar de flores en lejanía; alguna frase que suena a humor negro, tan cañí, tan esperpéntico, tan pretendidamente serio que da risa: "Ven pronto, Faustino". No es un chiste, que conste.
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