En estos días se celebra en mi pueblo (Manzanares) una exposición de/sobre Antonio Iniesta, pintor que tuvo relevancia en su momento (años 50 a principios de los 90), sobre todo en el ámbito local, iniciando una especie de ola que impulsó el afán pictórico en este pueblo. En un tiempo en el que ser pintor era cosa de raros (no sé si seguirá siéndolo), pintar en un pueblo manchego era cosa aún más rara: cosa de gente singular, a la que no siempre se miraba de frente y, si se hacía, se hacía con una sonrisa entre benevolente, displicente y tolerante.
Iniesta influyó y dio clases a una generación de pintores (Giraldo, Clemente Maeso, López de los Mozos...) que luego serían caldo de cultivo cultural en este secarral manchego. Así las cosas se puede considerar a Antonio Iniesta (estéticas aparte) como un precursor, sin duda.
Me pregunto si ahora, en esta era de cookies y otras yerbas informáticas, el papel del pintor (y por ende del artista en general) sigue siendo el que era. Y creo que sí, porque no son tantas las cosas que han cambiado, a pesar de la barbaridad del avance de las ciencias. El artista sigue siendo (y debe ser) un rarillo que propone cosas singulares, inútiles, y que cuestiona su entorno porque sabe mirar de otra forma. El artista (el auténtico, claro) es un ser visionario que habla con espíritus que él mismo inventa, que él mismo alienta y que él hace necesarios. No debe ser el artista florero u objeto de adorno sobre la mesa de conveniencia política. Si así fuere, mala cosa sería: repelente, innecesaria y arribista.
Muchos han sido y son los artistas que en Manzanares habitan (no sé si viven). Transcendencias aparte, cada uno hace la guerra como buenamente puede, en un ambiente (y me refiero aquí a la Mancha en general) que ha sido tradicionalmente duro, aunque (quizá por eso) ha dado figuras enormes que han surgido a contracorriente, iluminadas con la luz única del genio.
La Mancha: flores de cardencha, persianas en las puertas y sol de justicia; la gente dura, configurada a imagen y semejanza de un paisaje noble, austero, con una carga espiritual que no desdeña los cilicios, pero tampoco el agua que corre subterránea. Cosa de zahoríes es la Mancha, cosa de iluminados. Algo tienen (tenemos) los manchegos de esto. Lo del Quijote es literatura tópica de un manco que, de tan cuerdo, parecía loco.
Y así seguimos, como el agua subterránea o como un paisaje de cardenchas, enhiestamente orgullosas de sus pinchos solitarios. Gracias a Dios.
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