Un paisaje idílico: montañas en lontananza, árboles componiendo el paisaje, florecillas salpicando el verde, pájaros cantando... etc. De pronto, en nuestro paseo, tropezamos con una piedra: es una piedra de regular tamaño, con líquenes dibujando un Tapies cualquiera. Llevado por la curiosidad o por un impulso inexplicable, levanto la piedra... allí, agazapadas, cientos de cucarachas habitan, sumidas en una oscuridad húmeda, latiente. Retrocedo ante tal espectáculo, quizá por el miedo atávico que los insectos han dejando en nuestro inconsciente, quizá porque relacionamos cucarachas con podredumbre, cucarachas con miseria y suciedad... La yerba inmaculada hasta ahora se puebla de pequeñas manchas negras, a veces rojizas, que se mueven con rapidez en todas direcciones. Miles de antenas se agitan en un aire que era puro y que ahora se me antoja infectado, putrefacto. Me imagino, sin querer, el roce de innúmeras patas subiendo por mis brazos, por mi cuello. Y un escalofrío de asco me recorre, mientras aquellos insectos desaparecen, escondidos en otras piedras cercanas, en oscuros rincones secretos que la naturaleza a preparado pacientemente para ocultar los pequeños espantos en las arterias de la tierra.
El paisaje ya no será el mismo. Sé que debajo, está el espanto. Sé que si levanto una piedra, aparecerán insectos que correrán, multiplicados, silenciosos, implacables.
La belleza oculta secretos; el paisaje los oculta; la sociedad los oculta tras fachadas de brillo barato.
Ahora, cuando se levantan otras piedras, miles de cucarachas aparecen, corriendo, llevando sus élitros negros a otros rincones, donde nadie los pueda descubrir. Corren las cucarachas vistiendo sus trajes de Armani, esparciendo perfumes de marcas con nombres pretenciosamente poéticos. Cucarachas. Miles. Levantemos piedras. Miles. Levantémoslas. Aplastemos de una vez a estas cucarachas.
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