Permanecen impunes. Todos. Permanecen impunes, tan campantes, tan sonrientes, tan trajeados, tan bronceados. Impunes. Orgullosos, déspotas, prepotentes, cada vez más envalentonados, más arrogantes, más displicentes. Miran por encima del hombro. Se creen superiores a todo mortal porque ellos dictan lo que se debe o no se debe hacer; porque ellos dictan leyes, decretos-leyes, normas, porque dictan lo que les protege, lo que les ayuda a lucir dientes de lobo con perfecta impunidad, con perfecta sonrisa insultante.
No hay quien los detenga porque siembran el terror, el miedo, la duda a cada paso. Han creado la máquina perfecta del miedo: la que siembra supuestas únicas verdades, la que mata lentamente la esperanza y nos hace creer que ya nada es posible, que todo da igual; la que nos inyecta el virus de la resignación; la que nos hace creer en un dios que está a su lado, porque ellos son los justos, los salvadores de una guerra que han comenzado, que alientan a diario con su aliento pestilente.
Son el enemigo. Están delante de nosotros, nos saludan desde las televisiones, desde los periódicos, desde las tertulias. Vienen a por nosotros, a por todos, con el cuchillo en la boca y la risa floja de quien sabe que está mintiendo descaradamente a un bobo. Les importamos un carajo. Y siguen inmunes, impunes... aún.
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