Se me abren las carnes viendo un espectáculo que está proliferando al calor de la llamada "crisis". Me refiero al sorteo de puestos de trabajo. Tremendo. Ya el trabajo (perdón, el puesto de trabajo) es materia sorteable. Como las chochonas o los perritos piloto. ¡Jueguen, señores, jueguen, que lo tengo calentito! ¡Participen en la tómbola que esto está que arde! ¡Hagan juego, que estoy que lo tiro!
Así es la crisis: todo está permitido. Todo. Jugar con la dignidad de las personas. Jugar con la dignidad del... ¿trabajo? Jugar a ser bienhechor, a ser filántropo, aunque se tenga que recurrir a la falacia de unas bolitas de lotería infantil.
No sé, esto me recuerda mucho épocas caciquiles, en los que éstos (los caciques), en un alarde de amor al prójimo, elegían a sus braceros al azar. Otros tiempos. ¿Otros?
Se sortea el trabajo, el puesto de trabajo... Yo creía que para un trabajo hacía falta preparación... pero no: ahora hace falta suerte, sobre todo suerte. Como en la lotería, como en la bono loto, como en la tómbola.
Veo los salones de plenos de ciertos Ayuntamientos llenos de gente desesperada que aprieta entre sus manos un papelito con un número: el de la suerte. ¿De qué trabajamos? Da igual. ¿En qué condiciones lo hacemos? Da igual. ¿Tenemos algún futuro? Da igual.
Apretamos las papeletas y cerramos los ojos porque depende del azar caprichoso de una bolita de plástico que podamos malcomer mañana.
¿Suerte? La vamos a necesitar. Y mucho.
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