No sé si existe Dios; seguramente no. Yo, al menos así (no) lo creo. No voy a entrar en la cuestión de un Ser superior que nos mira y nos premia o castiga según cumplamos o no unos preceptos por Él impuestos. Bueno, en cualquier caso, me cuesta mucho creer en un ser todopoderoso que permite cosas como las que ocurren y, me temo, como las que siempre ocurrieron. La sangre, el dolor, la injusticia y la corrupción siempre han sido materias cotidianas en la vida de nosotros, los humanos. Dios, quizá, haya muerto hace mucho y nos ha dejado al albedrío de nuestras maldades.
Así las cosas, el mundo está últimamente pendiente de una fumata que indique la elección de un nuevo Papa; es decir, de la elección del (se supone) representante de Dios en esta nuestra Tierra. Una fumata con un montón de secretos que, quemados, se elevarán para desaparecer en la inmensidad del cielo. Supongo que llegarán hasta Dios y Éste (supongo también) se cabreará mucho cuando lea la carga oscura que llevan. Tanto secreto por todas partes inspira, cuando menos, sospechas de toda índole. La luz, representante de la verdad y la vida parece negarse a pasar a la Capilla Sixtina, saturada de secretos, bonetes y púrpuras.
Juramento de silencio es lo que se exige a los cardenales, a los sirvientes, al escaso personal que puede tener contacto con la ceremonia papable. Silencio, que Dios escucha. Silencio, que nadie sepa lo que sabemos nosotros.
El reino de los cielos está cimentado en el silencio, en el secreto y en una ceremonia plena de anacronismos y latinajos. ¿El Espíritu Santo descenderá sobre los cardenales en forma de paloma? Me cuesta un poco creerlo. Ya sé que soy hombre de poca fe; las cuestiones de fe son para quien cree sin ver. Yo veo y, de verdad, no me creo lo que veo.
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