Hoy traigo aquí un cuadro como una epifanía: "Las hijas de Lot", de Francesco Furini. Está en el Museo del Prado.
La historia (bíblica):
Lot huyó de Sodoma, como único habitante de aquella perversa ciudad que merecía ser salvado; fue avisado por ángeles y escapó acompañado por su mujer y sus dos hijas, con la divina condición de no volver la mirada atrás. La mujer de Lot (mujer de la que desconocemos su nombre, al igual que el de sus hijas), volvió la cabeza para ver la destrucción de Sodoma y quedó convertida en estatua de sal, culpable al fin de insana curiosidad femenina. En su vagar por un mundo desierto, las hijas de Lot, para mantener la especie (¡!), decidieron emborrachar a su padre y acostarse con él, fruto de esa relación tuvieron ambas sendos hijos (Moab y Ben-ammi, de los que Lot era, a la vez, padre y abuelo). Cosas de La Biblia para mayores de 18 años.
El pintor a muy grandes rasgos:
Francesco Furini, nacido en Florencia, sobre 1603, terminó ordenándose sacerdote. Su estilo barroco está influenciado del tenebrismo de Caravaggio y del sfumato leonardesco o de Tiziano.
La obra:
"Las hijas de Lot" es el único cuadro de Furini que hay en el Prado; se encuentra expuesto en la sala 005 de la planta I. De tamaño mediano (123x120 cm), representa el momento en que las hijas de Lot deciden emborrachar a su padre.
Más allá de la historia que cuenta, este cuadro de Furini es la apoteosis de la luz; luz difusa, trascendida en la carne, sublimada en una piel que, de tan humana, traspasa la muerte y el olvido.
Las carnaciones nacaradas contrastan con el azul lapislázuli profundo del fondo; la mirada sensual de la hija vuelta hacia el padre, la voluptuosidad de ambas; el padre, entre pasmado y distante, con la mirada equívoca; el preciosismo de las ropas transparentes y el detalle perfecto de la botella que empuña la hija vuelta de espaldas al espectador... todo se hace uno y se arremolina como la espiral de un nautilus en los pliegues que apenas tapan la impudicia, en las pequeñas perlas que centellean en el pelo de las hijas, en sus rizos como abandonados al deseo. Y así sentimos la piel emanadora de luz, casi mármol, y sentimos el tacto sin pecado ya... y nos sumergimos en la profundidad abisal de un azul que recuerda un mundo de sargazos y de ocultos ángeles vengadores.
Más allá, la luz, otra vez la luz.
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