De un tiempo a esta parte se viene haciendo uso (y abuso) del calificativo "fascista" para injuriar a quien no piensa como nosotros.
¿Que eres más alto que yo?: fascista; ¿que eres más listo?: fascista; ¿que no haces lo que yo hago?: fascista, ¿que no saludas a mi bandera?: fascista... y así, dale molino, ad nauseam.
La cosa empezó hace bastante y estamos (yo al menos lo estoy) hartos de escuchar este término como único argumento para descalificar al otro, sin saber muchas veces lo que "fascista" significa de verdad, sin pararse a reflexionar lo que el fascismo supuso para la humanidad y sigue suponiendo, pues su semilla es duradera y su sombra alargada cual ciprés de Delibes.
Ahora, con lo que está pasando por Cataluña, vemos que, de repente, se ha llenado de fascistas (o ya lo estuvo y no los habíamos visto hasta ahora).
La historia se repite más que la cebolla y no aprendemos nunca en cabeza ajena, aunque el camino esté lleno de cabezas decapitadas y de gritos de dolor. No. Aquí nadie escucha y nadie aprende, porque el aprendizaje supone un esfuerzo, una capacidad para sacar conclusiones, una mínima inteligencia deductiva para analizar y no dejarse llevar por el primero que grita ¡a por los fascistas! y ondea cualquier enseña como único reclamo y justificación, cuando, a lo peor, este gesto sea tan (o más) fascista que el fascista a quien se pretende anular. Estaríamos ante la presencia de, al menos, dos clases de fascistas, cuando fascismo hay sólo uno: uno, grande y libre, en todo el mundo, porque el fascismo es ubicuo y monolítico.
Más allá de Auschwitz y Birkenau, más allá de las cruces gamadas o del Ku Klux Klan, hay formas más sutiles de fascismo, menos evidentes, pero igualmente dañinas, formas con las que convivimos como se convive con las bacterias, hasta que se vuelven agresivas, creciendo exponencialmente, haciendo de la infección una muerte segura, sin marcha atrás. Los fascistas contemporáneos, niegan serlo; es más: no saben que lo son, están más allá de las etiquetas, porque lo que les importa es el poder y prefieren tenerlo y estar ocultos, que hacer desfiles con antorchas (para eso están ya los adoctrinados de turno, los peones, la carne de cañón). Se limitan a lanzar el miedo como argumentario, el odio como justificación y la difusión de lemas simplistas como estrategia; todo desde el anonimato y el blanqueo, utilizando una democracia que odian y de la que, sin embargo, se sirven como los cuervos se sirven de un cadáver putrefacto. Fascismo como Alien: monstruo perfecto que a todo se adapta, de todo se alimenta y a todo sobrevive, oculto entre las sombras a la espera del autómata perfecto, del desfile de banderas regurgitadas para ser lanzadas a la cara del otro con el desprecio que el odio, y sólo él, es capaz de parir.
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