Me deja pasmado que la gente crea aún en príncipes azules (¿por qué azules?), en reinas, en reyes y en familias todopoderosas por la gracia de Dios. No deja de sorprenderme que un país tan civilizado como Inglaterra se conmueva (o al menos eso nos dicen) con el nacimiento de otro rey en potencia (la primera obligación de los reyes es multiplicarse como conejitos, eso sí azules, para asegurar la continuidad de la family y, de paso, la continuidad de sus prebendas... ¡nunca un polvo fue tan rentable!); como pasmado me deja la alegría desbordante (o al menos eso nos dicen) de los belgas con su rey nuevecito (es un decir), tras la abdicación de otro rey padre, al que le crecen (como a casi todo buen rey que se precie) alguna hija ilegítima o algún que otro escándalo... De España prefiero no hablar, porque creo en la dignidad de los animales, incluidos elefantes (pura anécdota dirán los monárquicos, sentados en sus sillas de marfil).
¿Qué necesidad tiene el Pueblo de creer en seres superiores que le reinen, en seres que hereden el poder y la gloria como se heredan el color de los ojos, un tic nervioso o la alopecia soberreica? ¿De verdad alguien cree en estos seres infalibles, elevados a los tronos (sólo hay que leer someramente la historia) con empujes de sangre y de traiciones, cuando no directamente de asesinatos, felonías, incestos y otras lindezas?
Se me dirá que los reyes de ahora no son como los de antes, que eso es otra historia, que ya son demócratas, que velan por el Pueblo (el pobre) al que protegen de todo mal, que para eso son reyes buenos y modernos.
Yo, ¡qué quieren! seguiré dudando de todo poder emanado de la divinidad, del poder que baja de los cielos, como Deus ex machina; de un poder heredado (¡a saber cómo!) que se perpetúa ad eternum, in saucula saeculorum. Amén.
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