Ponen en la tele algún partido de algún deporte en las olimpiadas. No sé quien juega, me da igual; creo que el partido es de balonmano: también me da igual. Se pita el final del partido: unas jugadoras lloran, otras ríen; unas pierden, otras ganan. Es el juego, es la vida: las lágrimas de unos frente a la sonrisa de otros. El dolor de unos frente a la satisfacción de otros. También hay lágrimas de alegría, que nada tienen que ver las otras, con las de la frustración, la decepción, la pena.
¿Por qué será que me fijo más en los perdedores? ¿Por qué simpatizo más con la derrota que con la victoria? Mi espíritu olímpico está por los suelos (si es que está en algún lugar). Ya sé que el esfuerzo debe tener su recompensa, aunque sea a costa de lágrimas ajenas... es el afán de superación, supongo; el afán por conseguir retos... supongo. Como también sé que el segundo no cuenta, sólo cuenta el primero. ¿No hay una cierta injusticia en todo esto? O quizá sí, llevan razón los jueces: sólo el primero se salva. Los demás, que espabilen o que se jodan, directamente.
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