martes, 12 de diciembre de 2017

LA SOMBRA DE STENDHAL (COSAS PARA SER FELIZ Nº 5)

Lo que traigo hoy es la nada: es el silencio.
La gran revolución del siglo XXI no han sido los movimientos políticos, ni culturales: ha sido la generalización del uso de los teléfonos móviles. ¿Quién hubiese imaginado hace algunos años, contemplar un paisaje urbano plagado de personas conectadas a un móvil de forma casi indisoluble? ¿Cómo imaginar que estos aparatos podrían llegar a ser extensión de la mano, del cerebro, del estatus social, de la soledad? Porque ahí está la cuestión: en la soledad. ¿Tanta necesidad hay de decir cualquier chorrada, a cualquier hora, en cualquier lugar, a cualquier persona...? 
No importa si estás en la oscuridad de un cine, en la sala de espera de un dentista, en la cola del supermercado, en un ascensor... Sea donde sea, allí estará él/ella, con el móvil encendido como una lánguida pavesa iluminando la mejilla de un azul ultratumba; o allí estará él/ella, escribiendo a saber qué, con una rapidez que pareciera que la pantalla quema las yemas de los dedos y hubiera que ir rápido para no dejarse allí las huellas dactilares.
La soledad; no la olvidemos. Necesitamos saber que alguien estará allí, en algún lado, dispuesta/o a contestar a nuestro apremio; necesitamos saber que la palabra de esa persona estará al alcance de nuestro oído en cualquier lugar, a cualquier hora. Necesitamos saber que le importamos a alguien, que alguien nos escucha... y que nosotros también escucharemos a alguien. En definitiva: que no estamos solos. Nosotros no.
Lanzamos palabras, escribimos mensajes, como aquellos indios que escribían con humo en los cielos: humo que se disolvía lentamente entre las nubes, dejando un rastro por descifrar, un idioma que sólo algunos entendían, que sólo algunos podrían contestar.
Y así andamos ahora: atados a los móviles, portando los terminales como piedras de un Sísifo post moderno condenado a llamar inútilmente a números sin respuesta; piedras a las que hay que alimentar a menudo con el sonido de nuestras palabras, de nuestras llamadas contra la soledad que presentimos.
Por si no fuera poco el ruido de la ciudad, las músicas horribles que nos rodean, nos rodea también la confusión de conversaciones ajenas, la confusión de  nuestras propias palabras, de tan usadas, vacías, devenidas en ruido, en mensajes  superfluos y  ¡ay!, banales.
Por eso traigo aquí el silencio, como antídoto a la confusión, como lugar de encuentro con esa cosa extraña que somos nosotros mismos, como reconciliación con una vida que nos pasea de la mano y nos pide contemplación, comprensión, silencio.
Alguien escribe una catarata de WhatsApp por enésima vez; por enésima vez pregunta lo que ya preguntó; por enésima vez lanza la misma estupidez, lanza el mismo chiste astracanado, la imagen de un niño repelente, de un mono músico o de un emoticono incomprensible. La luz de la pantalla se enciende y deja una estela muy sutil en la ceniza del aire, que se vuelve eléctrico y marciano.
La vida sigue como si nada, como su nunca hubiéramos hablado con nadie.

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