lunes, 20 de mayo de 2013

LA NÁUSEA

Asciende lenta, imparable.
Los oigo vociferar, mover las manos como quien da bendiciones, maldiciendo al mismo tiempo. Los veo gesticular, mover sus índices acusatorios para reírse después, dándose golpecitos compadres en la espalda. Los veo mentir con el descaro de un autómata y la precisión de un cirujano. Los veo prometer paraísos que no tienen ubicación en su imaginario. Son iguales, previsibles, estultos. Su codicia sólo es equiparable a la desmesura de su prepotencia, al desprecio que sienten por la gente. No comprenden lo que pasa en las calles, porque jamás se sintieron parte de la calle, porque la calle es de los otros, de los parias, de los sin techo, de los desahuciados, de los parados, de los pobres ineptos que no han sabido subirse al carro, que no han sabido actualizar sus currículos, que no han sabido evolucionar para devorar al otro. Los veo hablar con palabras vanas escritas en ceniza que nada significan. Los veo arrogantes, seguros de tener una verdad que mata lentamente. Los veo como manzanas doradas llenas de gusanos, hediondas de putrefacción. Los escucho perorar como quien habla a la luna desde sus tribunas inalcanzables. Los escucho desde su vacuidad déspota hablar en nombre de un pueblo al que odian. Amenazan la inteligencia, la sensatez y la equidad. Los veo hablar en nombre de todos, por encima de todos, importándoles un rábano todo.
Los veo, los escucho. Y es entonces cuando asciende, lenta, imparable: la náusea.

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