BREVE
RELATO REAL (MUCHO)
-Ubicación: Restaurante de
un gran hotel.
-Hora: Entre las 10 y las
10,30 de la mañana. Domingo.
-Situación: bufet libre
para desayunar.
-Circunstancia:
coronavirus latente como amenaza global.
-Aforo: a reventar, con
distancia ¿(a)social?
-Hechos:
Bullicio de gente con mascarilla y guantes (obligatorios) que se arremolina ante
largas mesas con cara de cierto despiste (lo que se puede ver) y ansia viva. La
distancia “social” se ha roto ya y todo el mundo busca un plato para transportar
las viandas, luchando por cada centímetro de aproximamiento. Chorros de café;
chorros de leche; zumos de naranja y melocotón. Con rapidez extrema, los platos
de llenan de todo tipo de alimentos: desde mantequilla hasta magdalenas, pasando
por jamón, huevos revueltos, etc. Colas para tostar el pan ante unas máquinas
endiabladas que lo tuestan, sí, aunque más bien lo abrasan. No sé regular la
velocidad de estos túneles del infierno. Hace tiempo que me perdí entre las
colas y las pinzas para coger la carne de membrillo o el queso. El café se está
quedando frío (culpa mía por ser tan lerdo). Huyo a mi mesa con un plato
escuálido que más pareciera ración de postguerra. Me quedo estupefacto
observando cómo hay gente que engulle una cantidad tal de beicon y huevos que
será, seguro, veneno para las arterias. Hay platos que ya no soportan el peso
de los alimentos, que crecen en montaña desordenada. Creo que, en vez de
pandemia, hay hambruna o amenaza de sitio, confinamiento o similar. Acabo el
café y la mermelada de diseño geométrico. Las mesas van quedando desoladas,
como un campo después de una batalla en la que sólo quedasen restos de
cadáveres. Veo muchas cosas que ni siquiera se han empezado, resultado del afán
por la acumulación compulsiva. Me levanto. Las bandejas con trozas de sandía,
languidecen. A un señor de mofletes repletos, casi le da algo; a un niño
chillón, ya le ha dado (la histeria). Las mamás van a la piscina; los niños,
también; los papás miran el móvil y llaman a algún cuñado. El silencio vuelve
poco a poco al restaurante. Los camareros, presurosos, recogen el desorden y
resoplan con resignación. Quisiera abrazarlos, darles las gracias, decirles que
les quiero y les comprendo, aunque nunca les haya visto ni les vuelva a ver en
mi vida… pero la situación pandémica me lo prohíbe. Salgo sigiloso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario