miércoles, 7 de octubre de 2020

 

BREVE RELATO REAL (MUCHO)

 

-Ubicación: Restaurante de un gran hotel.

-Hora: Entre las 10 y las 10,30 de la mañana. Domingo.

-Situación: bufet libre para desayunar.

-Circunstancia: coronavirus latente como amenaza global.

-Aforo: a reventar, con distancia ¿(a)social?

-Hechos: Bullicio de gente con mascarilla y guantes (obligatorios) que se arremolina ante largas mesas con cara de cierto despiste (lo que se puede ver) y ansia viva. La distancia “social” se ha roto ya y todo el mundo busca un plato para transportar las viandas, luchando por cada centímetro de aproximamiento. Chorros de café; chorros de leche; zumos de naranja y melocotón. Con rapidez extrema, los platos de llenan de todo tipo de alimentos: desde mantequilla hasta magdalenas, pasando por jamón, huevos revueltos, etc. Colas para tostar el pan ante unas máquinas endiabladas que lo tuestan, sí, aunque más bien lo abrasan. No sé regular la velocidad de estos túneles del infierno. Hace tiempo que me perdí entre las colas y las pinzas para coger la carne de membrillo o el queso. El café se está quedando frío (culpa mía por ser tan lerdo). Huyo a mi mesa con un plato escuálido que más pareciera ración de postguerra. Me quedo estupefacto observando cómo hay gente que engulle una cantidad tal de beicon y huevos que será, seguro, veneno para las arterias. Hay platos que ya no soportan el peso de los alimentos, que crecen en montaña desordenada. Creo que, en vez de pandemia, hay hambruna o amenaza de sitio, confinamiento o similar. Acabo el café y la mermelada de diseño geométrico. Las mesas van quedando desoladas, como un campo después de una batalla en la que sólo quedasen restos de cadáveres. Veo muchas cosas que ni siquiera se han empezado, resultado del afán por la acumulación compulsiva. Me levanto. Las bandejas con trozas de sandía, languidecen. A un señor de mofletes repletos, casi le da algo; a un niño chillón, ya le ha dado (la histeria). Las mamás van a la piscina; los niños, también; los papás miran el móvil y llaman a algún cuñado. El silencio vuelve poco a poco al restaurante. Los camareros, presurosos, recogen el desorden y resoplan con resignación. Quisiera abrazarlos, darles las gracias, decirles que les quiero y les comprendo, aunque nunca les haya visto ni les vuelva a ver en mi vida… pero la situación pandémica me lo prohíbe. Salgo sigiloso.

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