domingo, 1 de enero de 2017

UNA TARTA DEMASIADO DULCE

La vida está llena de rituales más o menos estúpidos, pero rituales que nos conforman en nuestra manera de vivir y de ser. Uno de esos rituales es ver el concierto de año nuevo, ahora en alta definición, como con más lustre. Ya hablé de él hace tiempo, y lo que dije entonces es igual de válido ahora, pasados cuatro años. 
Sí, nos asomamos a  una tarta de nata y fresa muy, muy dulce; muy, muy perfecta, donde no cabe el dolor, ni la crisis, ni lo feo, ni lo cutre, ni la pobreza, ni el desengaño. Entramos en un mundo que algo tiene de película de Walt Disney y al que sólo de falta para serlo algún Bambi correteando por el escenario: la gente es guapa, elegante, adinerada (mucho), educada, disciplinada, inmaculada; los bailarines dibujan formas perfectas en el aire de salones dorados y se reflejan en espejos bruñidos con pan de oro; las flores están recién cortadas y lucen frescas, inmaculadas en su color que no sabe de marchiteces ni de podredumbres; la orquesta es una maquinaria de precisión y ataca los valses y las cuadrillas como nadie; los paisajes parecen sacados de una versión alucinada de Heidi y todo, en fin, raya la perfección visual y auditiva. 
Uno sale del concierto (aunque nunca entrara) con una sensación extraña (a mí me pasa, al menos): un poco harto, como después de haber comido una porción de esa tarta de nata y fresa, regada, además de chocolate. Uno vuelve del vals y del imperio austro-húngaro y se imagina esa Europa perfecta donde no hay refugiados, ni paro, ni corrupción; una Europa donde no se cocina a fuego lento una nueva ascensión del fascismo y donde los oligarcas son honrados; una Europa donde prima el individuo sobre los intereses. 
Una falacia, pero eso sí: una falacia dulcísima, empalagosa y (me temo) que falsa, muy falsa.

1 comentario: