lunes, 22 de agosto de 2011

EL PAPA VIENE. EL PAPA SE VA

El Papa viene. El Papa se va. En medio, un torbellino de jóvenes (y no tan jóvenes), un remolino de gente que acude a su llamada para... ¿qué? ¿Para afianzarse en la fe, para rezar, para hacer penitencia, para decir al mundo: "aquí estoy yo y creo", para confesar pecadillos, para hacer turismo por poco dinero, para conocer otras gentes, para comprar souvenirs o bufandas JMJ?... ¿Para qué?
Estamos en el tiempo de la frivolidad y la religión no escapa a este sino: todo se magnifica. Es necesario que acudan miles, millones de personas para justificar un evento. Y este evento se transformará en un show. La filosofía de la cantidad: cuanto más, mejor.  El Papa ya no es un líder religioso: es una superstar del incienso. La religión cobra así un sentido del espectáculo, un afán por demostrar que no solo los grupos de rock, los futbolistas o los políticos llenan estadios. La fe mueve montañas y, de paso, millones de euros.
Los jóvenes aguantan estoicos la calorina, la lluvia, el vendaval. Todo por oír una palabra del Papa, por verle siquiera sea de muy lejos, subido en su papamóvil blindado, mientras miles de monjas hacen la ola.
Cuando veo a los musulmanes girar en torno a la Piedra Negra, me estremezco. ¿Por qué será que ahora me ocurre lo mismo, aunque la Kaaba  me pille lejos y el cielo, lejísimos?

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